Ayotzinapa, el fracaso de Peña Nieto

ESTRICTAMENTE PERSONAL (Raymundo Riva Palacio / El Financiero)
Quien tendría que rendir cuentas ante la historia y, eventualmente, ante la justicia, sería Peña Nieto, a quien un crimen municipal se le volvió de Estado, comenta Raymundo Riva Palacio.
En 29 días, presumió Tomás Zerón, jefe de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR, la investigación sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en Iguala, la noche del 26 de septiembre de 2014, estaba concluida. Se lo dijo al procurador Jesús Murillo Karam, y a los secretarios de Gobernación, de la Defensa y la Marina. Habían detenido a casi 100 personas, obtuvieron las confesiones del crimen y establecieron la red de protección institucional existente aquella noche en Iguala. “Se lo tienes que explicar al presidente”, dijo el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Días después en Los Pinos, tras su exposición, le dijo el presidente Enrique Peña Nieto: “No quiero pasar como el presidente que asesinó a los estudiantes”. Sólo había un problema, replicó Zerón, ¿cómo explicar públicamente lo que había sucedido en Iguala?
Para entonces, el presidente había perdido todo. El 11 de abril de 2016 se escribió en este espacio: “¿Cómo quedaría Peña Nieto ante la historia si se supiera la forma como se procesó el crimen de los normalistas en los primeros momentos y horas de sucedido? Son varios los momentos que podrían construir la narrativa de cómo el presidente y su equipo, en momentos clave, actuaron o dejaron de actuar porque soslayaron las consecuencias que tendrían sus acciones y actuaron a partir de un diagnóstico fallido”. Lo que sucedió en Los Pinos después de la noche del crimen es un manual de lo que nunca debe hacer un gobierno.
La noche del 26, el gobernador de Guerrero, Ángel Eladio Aguirre, le habló al subsecretario de Gobernación, Luis Miranda, para decirle que tenía informes de un problema de violencia con los normalistas de Ayotzinapa. Aguirre sólo tenía comunicación con sus colaboradores, porque el Ejército, que tenía a dos soldados infiltrados entre los 43 y estaban monitoreando las comunicaciones de los normalistas, nunca le dijo nada. En el gobierno federal minimizaron lo que estaba sucediendo.
Aguirre envió a Iguala al fiscal Iñaki Blanco, quien detuvo a 28 policías y los declaró. Buscó el apoyo de la Policía Federal para que, con su protección ante las amenazas de rescate de los policías por parte de Guerreros Unidos –que conocía perfectamente porque los había perseguido–, hiciera las diligencias, pero le dieron un portazo en la nariz. En el 27º Batallón de Infantería tampoco dejaron que los interrogara en sus instalaciones. Lo que armó Blanco en 72 horas sigue siendo la base de todas las investigaciones del crimen, pese a que Zerón, por razones desconocidas, lo quiso consignar aun siendo fiscal.